Gracias a antropólogos muy serios, todos y todas sabemos que los hombres prehistóricos salían a cazar el mamut mientras las mujeres prehistóricas se quedaban tranquilitas en la cueva pintando boludeces en las paredes, alimentando el fuego, cocinando y amamantando a su prole (y no digo planchando porque en ese entonces no había electricidad...).
Oh casualidad, esa imagen ideal de la familia ideal, con papá afuera, mamá adentro, e hijitos agarrados de sus polleras, fue construida por antropólogos varones, que no escapaban al machismo de su época. O sea, vieron lo que quisieron ver.
Resulta que en cuanto aparecieron científicas mujeres con alguna idea de igualdad de género, las cosas cambiaron, y estudios no menos serios mostraron que las mujeres no se quedaban fregando en la cueva, sino que salían a recolectar frutos, a cazar animales pequeños, en fin, no se quedaban encerradas entre las cuatro paredes de su hogar, sino que eran tan activas como sus activos machos.
Sin embargo, esos estudios jamás alcanzaron la popularidad de los que aseguran tajantemente que los varones tienen mejor ubicación en el espacio porque sus antepasados salían a grandes terrenos a cazar el mamut, y que las mujeres ubican mejor al frasco de mayonesa en la heladera porque eran las encargadas del orden en la cueva (creo que es más o menos lo que sostiene John Gray en Los hombres vienen de Marte y las mujeres de Venus, aunque no lo puedo asegurar porque no tuve el coraje de leer semejante bazofia esencialista y sexista).
Resultado: la gente como usted y yo sigue pensando que las mujeres no salían a cazar y que por eso hoy en día no tienen sentido de la orientación.
Otro mandato casi imposible de derrocar en las mentalidades de la gente: la teoría del macho dominante. A partir del momento en que mujeres se pusieron a analizar el comportamiento de los animales, sin el sesgo machista imperante en la época, descubrieron que no era tan así como decían sus colegas masculinos. Y que había una buena dosis de antropomorfismo (tendencia a a atribuir rasgos y cualidades humanos a las cosas) en los estudios de muchos científicos de renombre.
Quería compartir con ustedes una nota encontrada en el diario Le Monde, acerca, justamente de cómo influye la cultura, la pertenencia a un género y el sexismo, en las investigaciones y las conclusiones científicas. Y cómo, entonces, nuestras certezas sobre el comportamiento animal o los humanos prehistóricos no son tan certeras.
La nota fue escrita por la periodista Catherine Vincent y publicada el 8 de agosto de 2009. La traducción la hice yo. Sabrán disculpar los galicismos...
Ciencia del sexo, y sexo de las ciencias
Por Catherine Vincent
Le Monde, 08-08-2010
Masculino, femenino: ¿cómo ser neutro en este terreno de estudio, cuando el o la que lo aborda se reconoce necesariamente en uno u otro sexo? Reconozcámoslo: la propia autora de estas líneas no escapó a la regla. Los investigadores tampoco. Sea cual sea su voluntad, la ciencia no es nunca completamente "objetiva" cuando concierne, de lejos o de cerca, la diferencia entre los sexos. Y hay muchos ejemplos que demuestran que los avances del feminismo, al modificar las mentalidades, al permitir al sexo "débil" participar más ampliamente a la elaboración de los conocimientos, modificaron estos conocimientos de manera sensible.
Demostración en tres puntos.
AÑOS 1970: LA JERARQUÍA ENTRE LOS BABUINOS, ¿UN ARTEFACTO?
"Envíen a un hombre y a una mujer a una iglesia, háganlos salir quince minutos después. El hombre no habrá visto nada; la mujer describirá los sombreros y los zapatos". El autor de esta frase, el antropólogo estadounidense Louis Leakey, codescubridor del Homo habilis, tuvo la idea genial, al principio de la década de los sesenta, de enviar a su secretaria a observar los chimpancés a la jungla de Tanzania. Se llamaba Jane Goodall. Le seguirían muchas otras, después de lo cual la primatología no sería nunca más la misma.
"Estas mujeres se quedaban en el terreno mucho más tiempo que los hombres", relata la etóloga y psicóloga Vinciane Despret, profesora en la universidad de Liege (Bélgica). "No era, como se dijo, porque eran más pacientes y observadoras, sino simplemente por razones de carrera: en la década de los sesenta, si querían regresar a la universidad y obtener un puesto, tenían que tener en su activo muchas más publicaciones que sus colegas masculinos". Su mirada lo cambió todo. Principalmente el concepto de "jerarquía de dominación", según el cual los machos dominantes, entre otras prerrogativas, desempeñan un papel particular en la defensa contra los predadores. Una noción tan central en el estudio de los primates que se había convertido, en esa época, en un sinónimo de organización social.
A mediados de la década de los sesenta, este modelo perfecto conoce sin embargo una excepción: los babuinos de la selva ugandesa de Ishasha, observados por la primatóloga Thelma Rowell, huyen en total desorden cuando ven a depredadores, cada uno según sus propias capacidades. "Lo que significa que los machos están bien lejos adelante, y las hembras, estorbadas con sus críos, penando atrás", precisa Vinciane Despret. Constata también que no parece haber, en esa tropa, una jerarquía entre machos y hembras. Unos años más tarde, otra mujer, Shirley Strum, completa la demostración con los babuines kenianos de Pumphouse. "La dominación de los machos es un mito", afirma. La controversia crece. Hasta que las más altas instancias de la primatología admitan lo que nadie había entendido hasta entonces: no son las condiciones de vida de los babuinos los que los vuelven agresivos y jerarquizados, sino las condiciones de observación por parte de los humanos.
"La dominación y la competencia que supuestamente debe regularla emergen bien sólo en dos condiciones muy particulares", precisa Vinciane Despret. "Las investigaciones en cautiverio, y aquellas en que los animales son observados en libertad, pero alimentados por investigadores para poder ser acercados". La dominación de los machos entre los babuinos sólo sería entonces un artefacto. Y tal vez, como lo sugería Thelma Rowell, también el resultado de una forma inconsciente de antropomorfismo.
AÑOS 1980: ¿POR QUÉ LAS MUJERES NO SON CAZADORAS?
De acuerdo a los datos de la prehistoria y al estudio de las sociedades tradicionales, la repartición de las tareas entre los pueblos de cazadores y recolectores siempre fue la misma: los hombres se encargan de cazar los animales grandes, y las mujeres de recolectar los alimentos vegetales, los huevos y los insectos. Durante mucho tiempo, la explicación de esta situación parecía evidente: las mujeres no participaban en la caza debido a los embarazos y a sus niños pequeños. También parecía evidente que la invención de la caza había sido una fuente importante de innovaciones adaptativas (técnicas, sociales, alimentarias) para el género Homo, innovaciones cuyos méritos eran entonces atribuidos a los varones.
Esta última afirmación fue cuestionada, a principios de la década de los ochenta, por varias investigadoras estadounidenses. Para la antropóloga Nancy Tanner y la primatóloga Adrienne Zihlman sobre todo, no son los hombres cazadores, sino las mujeres recolectoras las que fueron el motor de la evolución humana. Gracias a la observación de las sociedades tradicionales y de los grandes primates, propusieron el modelo siguiente: las hembras fueron las primeras entre estos homínidos en usar regularmente herramientas, con los cuales desterraban o capturaban los alimentos que luego ponían a salvo de los depredadores. La eficacia de esta colecta femenina permitió entonces a los hombres dedicarse a la caza, actividad de rendimiento más aleatorio.
En el mismo tiempo, la explicación según la cual las mujeres no iban a cazar porque eran menos móviles que los hombres empezó a resquebrajarse seriamente. Alain Testart, investigador del laboratorio de antropología social del Colegio de Francia, es uno de los que más estudió el tema. Autor, en 1986, de un libro sobre "Los fundamentos de la división sexual del trabajo entre los cazadores-recolectores", sostiene que esta división del trabajo reposa no en la maternidad, sino en una ideología vinculada con el símbolo de la sangre. Una hipótesis que, desde entonces, nunca dejó de apuntalar.
Si miramos desde más cerca, en efecto, las mujeres no están excluidas de manera sistemática de la caza. Entre los esquimales, por ejemplo, pueden, en el verano, acercarse a las focas dormidas y matarlas con mazos. Entre los ainues, población de la isla de Hokkaido, en el norte de Japón, cazan a los cérvidos con perros, cuerdas y redes. Entre los aborígenes australianos, cazan a los animales escarbadores llenando de humo sus madrigueras. Por lo tanto, para ellas, dar la muerte es posible. Pero nunca con flechas, lanzas o arpones.
"La mujer no caza si la sangre animal debe ser vertida, pero sí caza en el caso inverso", resume Alain Testart. Recuerda "las muy numerosas creencias, prohibiciones, tabúes variados y coloridos que rodean la sangre de las mujeres, sea el del parto o de la virginidad, o sobre todo la sangre menstrual, en la casi totalidad de las sociedades primitivas", y subraya el paralelismo entre la sangre de las mujeres y la de los animales. "Todo ocurre como si la mujer no pudiera poner la sangre en juego, en la medida en que está en juego, en ella, su propia sangre". Como consecuencia, en casi todos lados las mujeres fueron excluidas de la guerra, y por lo tanto de la política, así como de los ritos de sacrificio, o sea de la religión.
AÑOS 1990: ¿EL CROMOSOMA Y DETERMINA EL SEXO?
XX = mujer, XY = hombre: el hecho de que la presencia del cromosoma sexual Y, en un solo ejemplar, sea suficiente para inducir el desarrollo de los órganos machos, llevó durante mucho tiempo a los investigadores a atribuirle un papel "dominante". Un "dominante" incapaz de vivir sin su "dominado" (ya que un huevo fecundado en el que el cromosoma Y está solo no es viable), un "dominado" que, en cambio, vive muy bien sin su "dominante" (dado que la mitad de la población sólo es portadora de cromosomas X)... "Pero durante mucho tiempo, ¡estas ideas no se les ocurrieron a nadie!", señala la bióloga Joelle Wiels, directora de investigación CNRS del Instituto Gustave-Roussy (Villejuif, Francia). Como el desarrollo hembra era considerado el desarrollo "por default", las investigaciones apuntaban a buscar los "acontecimientos suplementarios" necesarios para la elaboración del macho.
Entre 1970 y 1990, se encontraron así sucesivamente tres genes del cromosoma Y implicados en la formación de los testículos. En los artículos científicos de entonces, no se los llamaba genes de determinación "del sexo macho", sino "del sexo".
Sin embargo, en 1986, dos biólogas estadounidenses, Eva Eiche y Linda Washburn, emitieron la hipótesis de que existía, junto con el "determinante del testículo", un "determinante del ovario". Pero hubo que esperar 1994 para que un equipo italiano demuestre la existencia, en el cromosoma X, de un gen capaz, expresado en doble dosis, de provocar el desarrollo hembra en los individuos XY. Gen del que se descubrió unos años más tarde que en realidad no era indispensable para la formación de los ovarios. Pero tuvo el mérito de llamar la atención sobre los mecanismos de determinación del sexo hembra.
"Estos progresos permitieron sobre todo poner en evidencia la complejidad y la sutileza de los acontecimientos que gobiernan, a partir de un mismo tejido, la formación de dos órganos tan distintos como los ovarios y los testículos", comenta Joelle Wiels. Aún si este nuevo enfoque no puso totalmente fin a "los antiguos reflejos", la bióloga nota que el vocabulario de los científicos cambió, y que no es raro, desde el principio de los años 2000, "que una concepción un poco más paritaria se exprese en los artículos". Hasta se podía leer en 2005, en la revista Molecular and Cellular Endocrinology, un artículo cuyo resumen empezaba por esta frase: "Pruebas cada vez más numerosas indican que la organogénesis del ovario no es un proceso pasivo que llega por defecto en caso de ausencia de desarrollo de los testículos".
¿Vieron lo que les dijimos?